Mi relación con los campeonatos sudamericanos arranca de un punto sumamente confuso, casi borroso, en donde me reconozco unido a la mano de mi padre e intentando acceder a un lugar de la tribuna del estadio de San Lorenzo. Un niño, que espiaba alternativamente el desarrollo de un partido que iba y venía según mi viejo decidiera levantarme para que pudiera espiar por arriba de los hombros de los corpulentos hinchas ubicados adelante nuestro. La noche de verano, allá por 1946, se sacudía con el ir y venir de la pelota. Hacia un arco, con el grito y reclamo esperanzado por una conquista. Hacia el otro, poniendo un ojo en la jugada y otro en la medallita para que la jugada del adversario muriera sin nacer.
Así y todo fue el puntapié inicial de un vínculo que se iba a desarrollar en el tiempo, con el tiempo y la pelota. Cerca de doce años después viajaba como periodista a cubrir por radio el campeonato mundial de Suecia.
De regreso, con una selección argentina vapuleada en ese mundial, eliminada en primera serie y goleada por Checoslovaquia y con Brasil campeón, se iniciaron las tareas de recuperación apuntando directamente al campeonato sudamericano de 1959. Un torneo que ofrecería un extraordinario nivel en algunas selecciones, más allá de la presencia de los campeones mundiales.
La selección argentina fue preparada sobre el concepto “si les ganamos a los mejores del mundo, al menos, somos iguales”.
Esa era la etapa preparatoria. Con la atención puesta en lo que se suponía podía llegar a ser una competencia del más alto nivel.
Y así lo fue. Los seleccionados sudamericanos que deseaban mezclarse con lo que podía entenderse como hermanos mayores –los del triángulo Brasil, Uruguay y Argentina- ya había ganado experiencia y se habían fortalecido con la aparición de grandes jugadores. La mesa estaba servida, la contienda sudamericana prometía ser de primera calidad.
Fueron encuentros de gran nivel.
Sin embargo, se vivió y me tocó ser testigo privilegiado de una lucha marginal, atada a la violencia espectacular. Nunca, me había pasado. Ni en un picado de barrio, donde la gresca es espontánea.
Yo estaba trasmitiendo para radio y las circunstancias me depositaron pegado al banco uruguayo. En ese tiempo, los jugadores se sentaba en una especie de pequeña tribuna, ubicada sobre la pista de atletismo, y a la salida del vestuario (hoy local).
De pronto, Almir va contra el arquero Leiva, lo golpea en la disputa de la pelota, y Silveyra, muy cerca, y otros defensores uruguayos reaccionan y comienza la pelea. El gigante William Martínez entre ellos. Súbitamente algunos reporteros gráficos –que se suponían periodistas- también intervienen. Los ayudantes del banco brasileño toman parte activa y entre patadas voladoras, cabezas sangrantes y dientes en el área, se suspendió el partido. Al rato, veinticinco minutos después, determinada oficialmente su continuidad, comenzaron a desfilar los heridos de la contienda. Y se llegó a un final que más allá del resultado marcó históricamente una reacción brasileña más atada a la estudiada capacidad para luchar que a la más creativa capacidad para jugar.
Debo confesar, que sin prueba alguna que sostenga mi sospecha –más allá de la calculada organización para la reacción física- poco o nada tuvo que ver con lo accidental. Más bien marca el nacimiento de una nueva etapa del fútbol brasileño: fútbol en el más exquisito sentido y fuerza para pelear con la espada y la palabra. Ese, más allá de la inaudita miniguerra que me sorprendió en el frente de batalla, fue un muy buen sudamericano.
Se iban acortando las diferencias y el fortalecimiento deportivo y futbolístico de los representantes del Pacífico ya apuntaban a un futuro más equilibrado que hoy es una muestra del parejo poderío entre las selecciones de América del Sud.
Adiós a los campeonatos sudamericanos y un ¡Hola! a la Copa América que fue abriendo sus puertas a la incorporación de nuevos competidores. Hoy nos encontramos con un torneo más rico y numeroso por cantidad y calidad de sus protagonistas que le permite al fútbol sudamericano ubicarse en los lugares reservados para los mejores del mundo.
(El columnista: Enrique Macaya Márquez; Ha asistido como periodista a quince Copa Mundiales de Fútbol, siendo la primera el Mundial de Suecia 1958, siendo reconocido por la FIFA. También ha asistido como profesional a numerosas Copas América. En su función de comentarista ha pasado por numerosas emisoras, como Colonia, Belgrano, Radio Provincia, Rivadavia, Mitre, La Red y actualmente Radio del Plata.
En medios gráficos colaboró en las revistas Diez Puntos y El Campeón, y en los diarios Noticias Gráficas, Convicción y La Nación.
En 1996 pasó a la televisión, realizando trasmisiones en Canal 7. Para el Mundial de Inglaterra 1966 condujo un programa emitido en radio El Mundo, transmitido en vivo para Argentina.
Desde fines de los setenta, hasta fines de 1985, comentaba para ATC, un partido de primera división. Condujo Fútbol de Primera por ATC (1986/89), canal 9 (1989/92) y El trece (Argentina)|Canal 13 (1992, hasta su última emisión a fines de 2009).
El Mundial de Sudáfrica en el 2010 lo hizo para Fox Sports y escribió artículos para Clarín. 90 Minutos de Fútbol lo tuvo como panelista y a partir del 2013 se incorpora a TyC Sports, panelista del programa Indirecto).